Una historia para olvidar – 1. Hazme literatura

«Literatura, hazme literatura». Fue su última frase. Una especie de epitafio amoroso. Siempre le encantaron este tipo de expresiones. Las utilizaba frecuentemente. Creía que le hacían parecer interesante, y en cierto modo era así. A mí me encantaban. Salvo que en este caso, esta referencia aludía a la famosa cita de Arthur Miller, dándome a entender que sería mejor que empezara a olvidarla.

Siempre se había creído demasiado buena para mí, aunque nunca lo había mencionado directamente. Su sutileza escondía, tras su irónica sonrisa, los reproches que lanzaba como cuchillos afilados.  Nunca demasiado profundos y a veces tan bien disfrazados que se confundían con halagos. Sus víctimas preferidas siempre fueron prepotentes con aires de soberbia,  engreídos narcisistas y vanidosos petulantes. No es que fuera la defensora de lo humilde, ni siquiera que tuviera espíritu altruista, simplemente no los soportaba. Así fue como llamó mi atención hace siete años.

Mi hermana cumplía la tan esperada mayoría de edad. La verdad es que fue un respiro para toda la familia, ya que en su desgracia, como ella apuntaba, nació en el tardío mes de Diciembre. A finales, para más inri. Once inaguantables meses soportando los lloros y quejas de la impotencia adolescente. La pobre cría, como se autodefinía, se perdía fiesta tras fiesta. No podía entrar en las discotecas de mayores, por lo que se tenía que contentar con ir a las sesiones light o a la guardería, como la llamaban sus propios compañeros que ya habían cumplido años. Se pasó un curso entero escuchando historias, seguramente exageradas, de noches de juerga; algo aislada por no poder compartir anécdotas y aguantando algún que otro menosprecio o desconsideración de algunas a las que antes consideraba amigas.

Por tanto, su cumpleaños debía ser algo apoteósico, debía recuperar el tiempo perdido y conseguir que se hablará de él tanto que se olvidaran todas las demás anécdotas del año. Lo preparó todo a consciencia, no nos dejó nada a nuestra elección, solo pasó la factura. Llegó el día, se vistió o más bien disfrazó de mujer, subió con cuatro amigas a la limusina que alquiló camino a la discoteca más popular de la ciudad y pidió a mis padres que por favor, no aparecieran por nada del mundo. Aceptaron, con la única condición de que su hermano mayor les acompañara. Pringué, no tuve opción. Así que me encontré en mitad del reservado de aquel jardín de infancia procurando por mi hermana. No salió exactamente como ella esperaba. Resumiendo, no habían pasado ni dos horas cuando se puso como una cuba, bailó como una loca y vomitó sobre un camarero.  Su noche acabó ahí, la mía empezó.

Sus amigos le echaban fotos y se reían de ella, me tuve que poner serio. Tampoco me enfrenté, no hubiera servido de nada, eran críos sin cabeza y les hubiera resbalado todo.  Sin embargo, hubo alguien que sí lo hizo. Me fijé cuando iba por mitad de la discoteca con mi hermana en brazos, me giré y vi como una chica de melena rubia les echaba la bronca y casi les avergonzaba. No sé qué les dijo, pero los dejó sentados. Entonces, entré en la limusina que esperaba fuera, tumbé a mi hermana en uno de los sofás y cuando me volví para cerrar la puerta, estaba allí. La chica de la melena rubia.

 

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